Del exilio y la pertenencia.
Cumplí un mes de llegar a Ciudad de México.
Se suponía que venía solo por 15 días y decidí quedarme un mes más. Algunas personas me dicen que CDMX te atrapa y no te deja ir, quién sabe. Lo que sí puedo saber con certeza es que no habría extendido el viaje de no ser por las personas que encontré.
Lo que nos hace un lugar más agradable no es el paisaje, el tránsito, los gustos particulares, no, lo que nos hace querer quedarnos en ciertos lugares son los vínculos que creamos. Quizás hoy cobra más sentido esa frase de Tolstoi que dice que la felicidad solo es real si es compartida.
He hecho cosas que había deseado hacer hace mucho, cosas que son más de lo cotidiano, de convertir lo ordinario en extraordinario, quería ir a jugar bowling aunque pierda, quería cantar a todo gañote canciones de otros tiempos, quería bailar salsa en el Barba Azul, quería que alguien me preguntara cómo fue la última vez que estuve enamorada, tenía ganas de recibir un abrazo profundo, de bailar hasta el amanecer, de quedarme en silencio junto a alguien mirando la luna desde una terraza, quería compartir una comidita un día cualquiera sin que haga falta una fecha especial, deseaba ser guiada por una ciudad desconocida, quería que me pregunten si llegué bien a casa, y creo que siempre quiero contener y ser contenida, y aquí eso lo he podido sentir.
Y es que para nosotros, diáspora, extranjeros, migrantes, nómadas, exiliados, no está nunca de más el abrazo, la celebración, la palmadita en el hombro, el domingo de juntada, la sopita para el ratón (resaca, cruda, guayabo), el mensajito reparador, la dulzura, el encuentro, la pertenencia, el espacio ese en el que nos podemos diluir, ser nosotros mismos y sentir que, efectivamente, la vida es bella.
Hoy me siento cosecha; sin saberlo hace mucho sembramos semillas que hoy brotan, y uno fue sembrando por serendipia, sin intención, creo que nadie pensaba predecir exilio.
Y entonces siento que mi vida ha tenido una especie de pausa activa, mientras estuvo reinventándose en otras fronteras, era como si empezara a nacer de nuevo, tuve que cambiar de profesión, empezar de cero, adaptarme, aprender un lenguaje diferente, otras culturas y crear nuevos círculos. Eso han sido los años desde que salí de Venezuela.
No me metí en la burbuja, no me quedé en los círculos conocidos, nada de eso, abrí, solté, expandí todo mi ser y me entendí en un nuevo contexto, donde la música, los escritores, el cine, los sabores de mi esencia eran compartidos solo en ocasiones especiales, como si de un día de la independencia se tratara. Salí absolutamente de mi zona de confort y me encontré, también, siendo querida, amada, bienvenida. Soy afortunada porque tengo grupos sólidos de amigos de distintas facetas de mi vida.
Sin embargo, no fue sino hasta que llegué a CDMX y me encontré con un planeta maravilloso llamado puntos en común, que terminé de constatar algo que he sospechado durante un buen tiempo: Es importante hacer y ser memoria.
Cuando estoy con éste nuevo grupo de amigos de aquí me siento en mi hábitat natural, uso las palabras que aprendí cuando pasé de adolescente a adulta, puedo usar referencias que entendemos, hablar de lugares comunes, y sentirme comprendida, la dicha de la pertenencia, las personas que nos corresponden, todos estos seres humanos con una resiliencia maravillosa, poniéndole ganas, armando comunidad, fortaleciéndose en la adaptación, abriéndose para recibir de la mejor manera que es dar; el exilio puede llegar a ser un pacto que no se comprende fácilmente, el exilio es un símbolo de una naturaleza que resiste instintivamente las circunstancias. Tu entorno puede haber cambiado, ser desterrado, pero tu identidad instintiva, espiritual y emocional, sin importar cuál sea tu espacio geográfico, siempre que pueda saldrá a flote en lo único que no nos pueden quitar, la libertad de poder ser nosotros mismos cuando por fin encontramos un espacio donde podemos fluir como pez en el agua.
Qué se iba a imaginar uno años atrás que la vida nos haría girar sobre nosotros mismos, para encontrarnos en otros espacios, con distintos sabores, sin el Ávila en la ventana, pero el alma en las entrañas.